jueves, 28 de abril de 2016

TALLER DE RELATO CORTO

Lila y los mediocres
(Relato de un antirrelato)


Aquella mañana Lila decidió pasar por la cafetería de la estación de trenes a tomar el primer café del día.  Era muy temprano y el cielo dejaba ver aún algunas estrellas difuminadas por una leve claridad,  preludio de que el sol haría pronto su aparición.
Al llegar a la puerta principal, por donde a esa hora tan temprana, entraban y salían los viajeros con sus bártulos y la mayoría de personas que, por una u otra razón acudían al lugar: (taxistas para desayunar, oficinistas, personal de negocios cercanos a la estación…),  justo en el momento en que la estaban abriendo, se topó con un grupo variopinto de personajes sentados en el suelo, muy juntos, para protegerse del frío mañanero, desperezándose para desentumecer sus brazos y piernas,  como si hubiesen dormido toda la noche en ese rincón de la entrada del edificio. Sus ropas arrugadas y algo sucias, pero de marca,  el pelo enmarañado,  las caras pálidas y  descompuestas de todos ellos, hacían pensar, a cualquiera que los observase, que estaban de amanecida, tras una noche de fiesta loca.

Sentada en la cafetería, Lila disfrutaba de su café, largo y amargo y al levantar la vista les vio en la barra: tres hombres y una mujer. Tras recoger una bandeja, se dirigieron hacia las mesas y ocuparon, precisamente,  la que estaba más cerca de ella. Pudo distinguir, por sus acentos,  que procedían de diferentes lugares, y como hablaban  en voz alta,  consiguió saber que uno de ellos, Ignacio era cántabro, joven y aprendiz de  escritor. Manuel, el de acento canario, algo mayor que el resto, rondaba la cuarentena, también era escritor y bastante parlanchín, con cierto prestigio entre la intelectualidad literaria madrileña.  Di Maio, el argentino, no les conocía pero se les había sumado a la borrachera de la noche anterior,  proporcionándoles cierta cantidad de coca para seguir la fiesta hasta el amanecer, y Tania la única mujer del grupo, madrileña, joven, delicada y elegante parecía la novia o ligue de Manuel por los arrumacos y miraditas que se traían entre ambos, ante la sorpresa de Ignacio que les observaba desconcertado puesto que toda la noche Manuel le estuvo insistiendo en que se tirara a la puta de Tania., que a él le gustaba ver como los demás disfrutaban de una fulana “que sí chico, que he contratado sus servicios” –le susurraba.

Di Maio les pedía sus correos electrónicos y números de teléfono, no quería perder el contacto con gente tan divertida y posibles clientes  mientras repetía una y otra vez,
 “¡tenemos que repetirlo, chicos!”
 El tren para Bilbao salía en diez minutos e Ignacio comenzaba a despedirse, miró a Tania y guiñando un ojo le dijo –espero revolcarme contigo otra vez, pero me invitas a tu casa, nena. Ella le sonrió con ojos tristes y  gritó a medida que enrojecía su rostro, “¿hasta cuándo tendré que seguir interpretando el papel de puta de noche para inspirar al cretino y mediocre de mi novio?”,  al tiempo que se levantó, recogió el bolso y salió con  toda su elegancia y delicadeza lo más rápido que pudo.
Manuel les miraba con un placer indescriptible mientras urdía otro plan para el siguiente capítulo.

Lila decidió dar un paseo antes de llegar a casa, “vivir el día un poquito”, -pensaba. Luego descansaría,  para poder  afrontar la noche larga y tediosa en el club de alterne  donde trabajaba desde hacía años, y aguantar a todo tipo de hombres incluso a los mediocres y cretinos escritores.
La estación
(Antirrelato)

Una noche muy nocturna previa a una matinal mañana de domingo había, en las puertas cerradas a cal y canto de la estación de trenes de ferrocarril de Chamartiín, un argentino, un canarión, un cántabro y una puta. El canarión llamado Casto Gozoso, dormía la mona que se había cogido tomando copas de vino, al alimón, con el cántabro, en cantidad aproximadamente parecida al caudal en tres minutos del Manzanares.
Cuando se despertó el canarión que se había residenciado durante algunos tiempos en el
"chicharro" dijo, así, a bote pronto: - creo que el conejo me riscó la perra.
El argentino, con su labia lengual providencial, le dijo: - voludo, aquí el único conejo ya sabemos quién lo tiene; ¿ soñaste con esta señora, pelotudo?
La puta, de público mal vivir le espetó de manera ostentorea: - Mira cabrón, habrá soñado con el coño de la bernarda, o séase, a lo peor, tu madrecita, mamón -.
La noche se echaba bien acostada sobre el preámbulo de la estación. A todo esto, el cántabro, que no decía ni pío, escribía un relato corto, esperando tomar el tren hacia Bilbao, mientras se comía un sonado sobao. El cántabro que era negro como la tinta de los calamares marinos, había ido a Madrid al homenaje del bastante bueno director de talleres de relatos, Castro Gozoso. Ambos se fueron de juerga y conocieron a la puta que era algo coja y muy de Noja.
Por fin el ranchito nocturno se fue acostando cada vez con sueño. La puta roncaba al son del ritmo que imponían los tosidos cosidos del argentino. El cántabro ponía punto final al fin de su último relato, sobre un argentino, un canarión, un cántabro y una puta.



                                                                    

 



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